Atenas, 1896: el punto de partida del olimpismo moderno se lee, en las crónicas de la época, como un evento bastante alejado a lo que acostumbramos ver, cada cuatro años (cada dos, para quienes disfrutan de los Juegos de Invierno), en las pantallas de televisión, transmitido a 2.000 millones de espectadores en 160 países. Aquella primera edición fue casi exclusivamente europea, y fue un convite humilde que contó con un puñado de atletas.
Y sin embargo, ya desde 1896 se revelan algunos pilares clave de la arquitectura política y económica de los Juegos: las primeras ediciones, cuando los Juegos todavía tenían que establecer su legitimidad, fueron testigo de luchas por ver quién se llevaba la cuenta de los Juegos; y la cuestión económica se verá imbricada profundamente con la política, ya que mientras algunos Estados rechazarán pagar por los Juegos, otros verán las oportunidades propagandísticas del evento, en el medio de un teatro mundial cargado de tensiones, rebosante de orgullos nacionalistas y siempre listo para la guerra.

Parte 1: Detrás de escena de los primeros Juegos Olímpicos
En 1894, el Barón Pierre de Coubertin llevó su idea para revivir los Juegos a un congreso internacional sobre deporte desarrollado en la Sorbona. El entusiasmo del Barón ganó tracción en aquellos pasillos, y al final del evento ya se había resuelto que los Juegos volverían a nacer, e incluso antes de lo previsto: Coubertin quería que la cita inaugural fuera en 1900, en la París de su Francia, pero los delegados presentes en el congreso empujaron a que los primeros Juegos fueran en Atenas, apenas dos años más tarde. Con los griegos como primeros anfitriones, Demetrios Vikelas se convirtió en el primer presidente del Comité Olímpico Internacional, mientras Coubertin fue su secretario general.
El entusiasmo en Grecia sería grande, con una ceremonia inaugural con más de 50 mil espectadores, pero el evento sería pequeño: nueve deportes (atletismo, ciclismo, esgrima, gimnasia, vela -que fue cancelada-, tiro, natación, tenis, pesas y lucha), apenas 311 atletas (ninguna mujer, como quería Coubertin) de 13 países. Una reunión atlética modesta, con apenas tres países participantes que no eran europeos: Estados Unidos, Australia y Chile (aunque la versión de la participación de Luis Subercaseaux en tres pruebas de atletismo es discutida).
Pero aquella modesta versión del evento ya mostraba algunas de las características, y algunas de las discusiones, en torno de los Juegos del siglo XXI: el primer ministro de Grecia, Charilaos Tricoupis, se negó a aportar dinero al esfuerzo olímpico, incluso a pesar de que el evento contaba con el apoyo total del Rey Jorge. La corona sería crucial para conseguir apoyos privados para la realización de los Juegos, y Coubertin colaboró en la búsqueda, disipando las preocupaciones de los inversores, afirmando que el costo del evento era mucho menor al real: 200 mil dracmas, afirmó el Barón que sería el costo; solo el arreglo del estadio costaría tres veces más. La tendencia de presupuestar el costo de los Juegos por debajo de la realidad continuaría hasta Buenos Aires 2018 y Tokio 2020.

Otra estrategia que usó el COI para empujar la inversión fue afirmar que el evento sería beneficioso para todos los empresarios, un boom de turismo y consumo. Los reportes de la era, sin embargo, relatan una realidad distinta: el 26 de julio, en el New York Times, se publicó el artículo “Una audiencia olímpica”, que relata cómo los Juegos “no consiguieron atraer atletas, ni espectadores, extranjeros”, y reveló que debido a la disparada de los precios de hotelería durante la semana de los Juegos (del 6 al 15 de abril) los turistas “se abstuvieron de visitar la ciudad griega, retrasando su viaje a Atenas, deliberadamente, para después de los Juegos”. Fue el inicio del disputado mito en torno de los Juegos: ¿dejan ganancias para la ciudad organizadora?
Pero dentro de Grecia, el evento fue un éxito rotundo, y en el banquete real de cierre, el Rey Jorge proclamó que Atenas sería “el punto de encuentro pacífico de todas las naciones, el asiento permanente de los Juegos Olímpicos”. Permanente: Grecia quería quedarse con los Juegos, y fueron apoyados, por ejemplo, por el equipo olímpico de Estados Unidos, ya una fuerza mayor en el deporte; pero Coubertin tenía su propia capacidad de lobby e insistió en que había sido acordado, en el congreso de 1894, que “los países se turnaran para celebrar los Juegos Olímpicos”. “El Barón informó a los griegos que podían llevar adelante su propio festival atlético, siempre y cuando no usaran la frase ‘Juegos Olímpicos’: el término griego, densamente embebido en la historia griega, aparentemente le pertenecía” (Boykoff, 2016; 27).
Hoy el uso de la palabra “olímpico” y sus afines está prohibido para emprendimientos comerciales bajo leyes locales: en Argentina es la ley 24.664.
Parte 2: Los Juegos en peligro
1896 fue un éxito, pero los Juegos de 1900 y 1904 serían un fracaso absoluto, bordeando con la caricatura. Ambas citas, celebradas en París y San Luis, fueron realizadas en el marco de los que eran, en el cambio de siglo, los grandes eventos internacionales: las Exposiciones Universales, grandes ferias de innovación que llevaban la marca del impulso moderno. La decisión fue práctica: aunque Coubertin, ahora presidente del COI (lo sería hasta 1925), deseaba que el evento tuviera su propio espacio, tuvieron que conformarse con ser un espectáculo secundario dentro de la exposición para poder bajar el costo de la aventura olímpica.
En París, de hecho, nadie, salvo Coubertin, quería que los Juegos, que serían los primeros en incluir mujeres y rozarían los mil atletas, tuvieran lugar: hasta la Unión de Sociedades Atléticas de Francia resistió la realización, y eso que el Barón era el secretario general de la misma. Consiguió finalmente que se llevaran a cabo adosándolos a la Exposición, y a pesar de que los organizadores de la feria no tenían el menor deseo de introducir los Juegos a su programa: los profesores y las grandes mentes que visitarían la Exposición consideraban el deporte una persecución de baja o nula importancia.

Y esta asociación con la Exposición tuvo un alto costo para los Juegos: aunque se llevaron a cabo, la Exposición llamó a todos los eventos deportivos “competiciones de la Exposición”, y no “Juegos Olímpicos”, y además mezcló los programas atléticos con otro tipo de atracciones y eventos, de tal forma que nadie sabía qué era olímpico y qué no. Varios atletas que participaron en los Juegos y ganaron medallas, murieron sin saberlo.
“La Olimpíada de París y su coincidencia con la Exposición demostró que no se debía permitir que los Juegos coexistieran con algunas de estas grandes ferias, en medio de las cuales desaparece su valor filosófico y su trascendencia pedagógica resulta inoperante”, lanzaba Coubertin.
Pero, como él mismo contó en su diario: “Desgraciadamente, la unión que se había efectuado era mucho más sólida de lo que pensábamos: dos veces más, en 1904 y en 1908, tuvimos que soportar, por razones económicas, el contacto con las exposiciones”.
El asunto de 1904 es conocido: los Juegos de San Luis profundizaron la humillación para el movimiento olímpico de Coubertin, al desarrollarse en una ciudad austera, sin vida, en el marco de una feria y con un polemiquísimo programa adosado, los Días Antropológicos, una competición organizada por seudocientíficos que buscaban mostrar, como un espectáculo de circo, las capacidades atléticas de los pueblos originarios y, de paso, resaltar la supuesta superioridad de los pueblos occidentales sobre aquellas sociedades.

Los Días Antropológicos (a los que, dato curioso, viajaron indios patagones, los segundos argentinos en ser parte de los Juegos luego de la participación de Francisco Camet en 1900) fueron tan racistas y discriminadores que hasta el Barón de Coubertin, con sus ideas conservadoras, los rechazó de pleno. Aunque, sostiene el historiador Mark Dryerson, “la contemplación de las diferencias raciales y nacionales permanece como un atributo central del deporte olímpico del siglo XXI”.
Los Días Antropológicos eran también un despliegue de la potencia conquistadora e imperialista de Estados Unidos, una fuerza cada vez más poderosa en el teatro internacional, aunque en aquella cita no hubo demasiado lugar para las rivalidades entre imperios y los nacionalismos, teniendo en cuenta que participaron solo 12 países, y que la mayoría de los 651 atletas eran estadounidenses y canadienses. Sin embargo, los Juegos “apolíticos” comenzaban a mostrar su profunda imbricación con los procesos políticos de su era, y el deporte empezaba a revelar su capacidad para ser escenario de conflictos internacionales, una tendencia que comenzaría a recrudecer con el crecimiento de las tensiones entre naciones, camino a la Primera Guerra Mundial.
Parte 3: El auge de los nacionalismos
La próxima parada oficial del circo olímpico sería en Londres, en 1908, pero antes los Juegos volverían a visitar Atenas, en 1906: el carácter oficial de los llamados “Juegos Intercalados” se discute todavía hoy, pero es probable que sin el evento, los Juegos se hubieran disipado tras dos desastres seguidos y las dificultades económicas de organizar el evento.
Es que en 1904, los Juegos no eran la institución aparentemente impenetrable y eterna en que se han erigido hoy: apenas nacían, muchos los consideraban un entretenimiento pasajero, y así era que Coubertin tenía que ceder a, por ejemplo, organizar sus preciados Juegos en el marco de exposiciones internacionales. El Barón estaba así siempre en posición vulnerable, lejos de controlar el movimiento olímpico, y tuvo que soportar cómo los estadounidenses volvían a aliarse con los griegos para exigir que, dos años después de cada Juego Olímpico, se realizara una nueva reunión en Atenas. Los Juegos volverían así, cada cuatro años, a Grecia. En 1906 se llevó la primera y única edición de estos Juegos Intercalados (la región estallaría luego en conflictos armados que impidieron el regreso de la competición), un evento que “ordenó” los Juegos, publicando por primera vez los resultados de forma oficial, albergando a los atletas en la primera Villa Olímpica y convocando 60 mil espectadores para su ceremonia inaugural.
Los Juegos de 1906 fueron el primer paso del evento en la dirección actual. Sin embargo, y a pesar de que la élite británica había garantizado que los Juegos de Londres 1908 se financiarían con dinero privado, por cuestión de costos otra vez Coubertin se vio obligado a llevar a cabo su siguiente evento en el marco de una feria mundial. Antes de Londres, la sede había sido Roma: el estallido del Vesubio mudó la sede, tras meses de protestas locales contra el costo del evento.
Pero aunque los Juegos de Londres dejaron la exacta duración de la maratón (se movió la línea de partida al Castillo Windsor para que los reyes y sus hijos pudieran ver la partida sin ser molestados), fueron los Juegos de Estocolmo, de 1912, los que cimentaron a la competición como un evento de relieve global.
Fueron los últimos Juegos antes de que la Primera Guerra Mundial cambiara el paisaje del mundo y, como en Londres, el clima caldeado ya se percibía: los irlandeses no querían competir bajo la bandera británica, los finlandeses no querían participar bajo la bandera rusa, las competencias entre las potencias mundiales eran observadas entre abucheos y algunos disturbios: activistas feministas boicotearon las competencias y a menudo se protestaban trampas varias y fallos que se consideraban parciales.
Muy lejos de los ingenuos ideales de “fair play” y de “sportsman”, también de los valores internacionalistas y pacifistas que promovía Coubertin (a pesar de, a la vez, impulsar los Juegos como una forma de entrenar los cuerpos para la guerra), los Juegos de Londres y Estocolmo reflejaron un mundo al borde del estallido y alimentaron las tendencias nacionalistas de los países participantes.
“Hombres pensativos tienen serias dudas: ¿sirven los Juegos Olímpicos a algún buen propósito, siendo que teóricamente deben promover la amistad internacional?”, se preguntaba el Sunday Times inglés en 1908, año de unos Juegos que “lejos de transcurrir en ese idílico ambiente de concordia universal que supuestamente debiera prevalecer en una cita olímpica, estuvieron dominados por los ominosos nubarrones de la conflagración mundial que ya empezaba a perfilarse”.
Los grandes ganadores fueron los estadounidenses, que al regresar a su país se presentaron en el ayuntamiento de Nueva York con un león (símbolo del Imperio británico) encadenado, lo cual enfureció a la isla y la llevó a promover un equipo verdaderamente “imperial”, con atletas de Sudáfrica, Australia y Canadá, para hacer frente a “los pieles rojas y salvajes de todas las categorías”, según lanzó un enfurecido Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes que, en ese mismo torneo, ayudó a llegar a la meta a Dorando Pietri en la maratón.
Así, temprano en su historia, el olimpismo revelaba su contradicción fundamental: el movimiento se pretendía profundamente apolítico, un instante de paz en un mundo en guerra perpetua, un espacio para promover la hermandad entre naciones, pero las manifestaciones de nacionalismo deportivo estuvieron presentes desde la primera olimpíada moderna.
“Los Juegos de Atenas, inaugurados el día del aniversario del comienzo de la guerra de independencia griega, fueron aprovechados por la monarquía helena para reivindicar la Isla de Creta, entonces en poder de Turquía, lo que actuaría como detonante de la guerra greco-turca que estalló un año más tarde. El abogado británico George Robertson, que participó de las pruebas de lanzamiento de disco de dichas olimpíadas, escribía en 1901: ‘Políticamente, no cabe duda de que los Juegos contribuyeron a producir la guerra posterior con Turquía” (Corriente y Montero, 2011; 152).
Parte 4: Hacia 1936: nacionalismo y deporte espectáculo
El nacionalismo inherente a la creación de los Juegos era ya evidente en 1912, Juegos en los que los conflictos internos de los Estados constituidos y los que estaban por nacer, así como los enfrentamientos entre coaliciones imperialistas, no hicieron sino trasladarse al estadio olímpico. Faltaban apenas dos años para el inicio de la Primera Guerra Mundial, que frustraría los Juegos de 1916 y reconfiguraría profundamente el mapa mundial y el balance de poderes, cuando Charles Maurras, un político adversario de Coubertin y de pensamiento nacionalista, celebraba que el sueño “cosmopolita” de su rival había indudablemente fracasado.
“Tras observar el comportamiento tanto del público como de los deportistas, Maurras concluyó entusiasmado que tales festivales internacionales iban a servir a propósitos diametralmente opuestos a la detestada fraternización entre los pueblos. ‘Ya lo vemos, las patrias todavía no han sido destruidas. Las guerras tampoco han muerto. Ahora los pueblos van a entrar en contacto por medio del deporte, van a insultarse e increparse cara a cara. La eterna ilusión que los ha reunido no hará sino facilitar los incidentes internacionales” (Corriente y Montero, 2011; 157).

Ya en ese entonces “las clases dirigentes comenzaban a descubrir en los novedosos y cada vez más concurridos espectáculos deportivos un medio idóneo para fomentar sentimientos de identidad colectiva, cohesión social e integración social. Con el cambio de siglo, la celebración de competiciones deportivas entre distintas naciones quedó indisolublemente ligada al empleo de símbolos y ritos de identificación patriótica, como la ceremonia de izar la bandera y el canto del himno nacional” (Corriente y Montero, 2011; 151).
La tendencia se confirmaría cuando los Juegos regresaron, tras la Gran Guerra, en 1920: la batalla solo exacerbó los nacionalismos deportivos “y el estadio se convirtió en uno de los espacios predilectos del revanchismo” (Corriente y Montero, 2011; 157).
Los Juegos de 1920 podrían haberse celebrado en Budapest, que antes de la Guerra era la favorita para quedarse con la sede, pero en 1919, cuando el COI se reunió en Lausana a debatir la sede de 1920, Budapest estaba en el bando perdedor: los Juegos del 20 fueron, entonces, para Amberes. Y las repercusiones para los perdedores continuaron: los comités organizadores de los Juegos de 1920 y 1924 (que volvieron a París) decidieron no invitar a Alemania, una decisión exigida por varios comités olímpicos, encabezados, claro, por Gran Bretaña.
La exclusión atentaba contra los principios fundacionales del COI de neutralidad política, y también en su afán de ser un teatro de paz que disolviera las diferencias, pero las heridas todavía estaban abiertas y la fuerza de los ganadores de la Guerra impulsó a Coubertin a realizar una ingeniosa treta para excluir de forma legal al bando perdedor:
“La solución es muy sencilla. Según la fórmula empleada desde 1896 el Comité Organizador de cada olimpíada envía las invitaciones. Esta distribución es de su total incumbencia, sin que el principio de la universalidad sufra menoscabo por ello”. Eso permitió excluir a la mayoría de los países que se habían constituido, reformulado o destruido durante la Guerra, incluyendo a Alemania, Austria, Bulgaria, Hungría, Turquía, Rumania, Polonia y la Rusia revolucionaria, que de todos modos andaba en otra cosa y no quería participar en los Juegos burgueses.
Pero para 1924 el Comité Olímpico terminaría votando una versión distinta de la idea de Coubertin: el Comité Organizador podía no invitar a los países que no tuvieran representación en el COI. Volvieron, en París, casi todos los países del bando perdedor, excepto Alemania, que recién regresaría en 1928: fueron años donde cada triunfo se encontró recargado de simbolismo, tanto para los ganadores como para los perdedores.
Los Juegos viajarían tras Amsterdam 1928 a Los Ángeles, donde tuvo lugar otra de las máximas paradojas de la historia olímpica: desarrollados durante la Gran Depresión, muchas naciones no viajaron (el número se recortó de 46 a 37 países, y de casi 3 mil atletas a 1.332). Pero la fiesta debía continuar: hubo numerosas protestas en la previa para denunciar el financiamiento que el Estado aportaba a la organización. Como se volvería costumbre, el Comité minimizó los gastos oficiales, y preparó unos Juegos austeros, sin grandes edificaciones, aunque las protestas y amenazas de revueltas continuarían hasta la realización del evento.
También silenció el COI, en tiempos de escasez, los negocios millonarios que se gestaban para la competencia: “El reporte oficial indicaba que no debía filtrarse ni una sola gota de comercialismo en la consumación del olimpismo, pero en silencio la organización pactaba con sponsors y prestadores de servicios. Esos pactos comerciales se convertirían en parte integral de la estructura política-económica de los Juegos” (Boycoff, 2016; 66).
Cierto es que el germen del comercialismo existió desde el inicio en los Juegos. “Las primeras olimpíadas de la era moderna contenían también el germen del deporte espectáculo y de consumo. Las concepciones ideológicas de Coubertin no eran a priori hostiles a la participación empresarial del deporte olímpico, ni mucho menos” (Corriente y Montero, 2011; 127). Fue, de hecho, uno de los motivos para llevar los Juegos a las Exposiciones, en los inicios: los costos se abarataban, pero, además, se garantizaba un influjo de público. Y publicidad gratuita para el evento naciente.
Parte 5: Berlín 1936
Aún austeros, los Juegos de 1932 aportaron el primer vistazo al potencial de espectáculo del evento. Pero del otro lado del océano, el deporte comenzaba a revelarse no solo como una potente herramienta de lucro, sino, al calor de los nacionalismos de la época, como una vía para el reclutamiento y el fortalecimiento de las convicciones políticas y el orgullo patriótico de la ciudadanía.
“Tras el agotamiento del período de efervescencia revolucionaria de la Europa de posguerra, despuntó en el horizonte político la Italia de Mussolini, seguida más tarde por la Alemania de Hitler. Ambos regímenes, a diferencia de las democracias liberales clásicas, comprendieron muy pronto y explotaron a fondo las ventajas políticas que podía ofrecerles la propaganda por el deporte”, explican, al respecto, Corriente y Montero (2011; 182). Y agregan: “Si la retórica fascista italiana exaltó el deporte como mística de la camaradería viril, estética vitalista de la violencia y culto a la juventud, el nacionalsocialismo imprimió a su particular concepción del deporte y de la educación física un vuelta de tuerca biologicista fundamentándola en el mito de la raza” (Corriente y Montero, 2011; 230).
Todas estas tendencias hicieron eclosión en los Juegos Olímpicos de 1936, desarrollados en Berlín en pleno auge del nazismo: fueron Juegos marcados por la discriminación y el enfrentamiento deportivo como alegoría política, y también fueron los primeros Juegos verdaderamente fastuosos de la historia, con un estadio para cien mil personas construido para la ocasión, una venta de entradas que cosechó 7.5 millones de Reichsmark, un costo oficial para Berlín de 16.5 millones de Reichsmark y un costo estimado, real, de más de 30 millones para el Estado alemán.
La misión de semejante inversión era clara: mostrar la gloria de la raza aria. Cuando en enero de 1933 Hitler llegó al poder, los Juegos ya estaban en marcha. Hitler los había resistido, debido a sus iniciativas internacionalistas, liberales y pacifistas, pero el ministro de Instrucción Pública y Propaganda, Joseph Goebbels, convencería al mandatario de que los Juegos eran una oportunidad excepcional para interpretar el papel de anfitrión internacional y ganarse así a la opinión pública mundial. Hitler, poco afín a los deportes, estuvo casi todos los días en el flamante Estadio Olímpico de Berlín para observar las acciones.

Convencido por Goebbels en 1933, Hitler prometió dar autonomía al Comité Olímpico Alemán, pero la cosa comenzó mal: apenas un mes más tarde, echó a Theodor Lewald, cabeza del COA, por tener una abuela judía. El COI fue consistente: se volvía evidente que, lejos de la neutralidad que enarbolaba la Carta Olímpica, los Juegos eran en Alemania una cuestión de Estado, y el Comité Olímpico Internacional miró siempre hacia otro lado.
Pero las noticias desde Alemania hacían ruido, y el Comité Olímpico Estadounidense, empujado por ciertas agrupaciones de peso, comenzó a amenazar con “rechazar la invitación” para tomar parte de las Olimpíadas de Berlín, “hasta que los obstáculos a la participación de deportistas judíos desapareciesen no solo de derecho, sino también de hecho”. La carta fue suavizada por el presidente del comité estadounidense, un tal Avery Brundage, que veinte años más tarde sería presidente del COI y que tenía cierta afinidad por las ideas nazis: empujado por los que proponían boicotear los Juegos, Brundage incluso viajaría más adelante a Alemania, donde se entrevistaría con atletas judíos (siempre en presencia de oficiales nazis) y concluyó que todo era normal. Mientras tanto, la persecución antisemita recrudecía, al punto de que en 1935 se promulgaron las Leyes de Nuremberg, que prohibían la competición entre arios y judíos, entre cuestiones más graves, como privar de la ciudadanía alemana a estos últimos.
Brundage, sin embargo, insistió: su sesgo estaba claro (en varias de sus misivas privadas habla de conspiraciones de judíos que controlan la prensa) pero aprovechó la máxima olímpica de que deporte y política no se debían mezclar para utilizarla como tesis central de su folleto “Fair Play for American Athletes”. No convenció a nadie, y el boicot parecía cada vez más claro: el presidente del COI, el conde Henri de Baillet-Latour, entonces, exigió a Hitler decretar una suspensión temporal de la propaganda antisemita durante los Juegos. Hitler cedió, e incluso accedió a incluir una atleta judía en el equipo (Helene Mayer sorprendería al ganar la plata y, desde el podio, saludar con el brazo en alto). Y Goebbels aceptó reducir las menciones raciales en sus diarios. Pero a pesar de las mínimas concesiones, la esvástica volaría durante todo el evento al lado de la bandera olímpica, o más alto incluso. Apenas terminaron los Juegos, claro, se reanudó la persecución a los judíos.

El COI permitió así a Alemania mostrar al mundo el rostro feliz y exitoso que deseaba, en un evento que recuerda inexorablemente a los argentinos a aquel “somos derechos y humanos” del Mundial 78. Como entonces, el mundo pareció suspender durante dos semanas el pensamiento crítico, y publicaciones de todo el mundo se dejaron sorprender por las faraónicas construcciones de unos Juegos que, además, fueron los primeros en transmitirse en vivo por televisión. También inauguraron la tradición del recorrido de la antorcha olímpica, desde Atenas a Alemania, un recorrido que simbólicamente imaginó el Reich para mostrar a Alemania como la heredera de la gran civilización occidental. El recorrido final lo realizaron solo muchachos arios de ojos azules.
El fastuoso aparato propagandístico se completó con la película de los Juegos: la cineasta Leni Riefenstahl, realizadora del filme nazi “El triunfo de la voluntad”, tuvo acceso exclusivo para rodar “Olympia”, no solo la primera película sobre los Juegos sino, además, una cinta de vanguardia, de innovadoras tomas y planos bellísimos para retratar la armonía deportiva. Como todos en aquel verano del 36, Leni puso su foco en un tal Jesse Owens, la gran estrella de los Juegos: la leyenda cuenta que Hitler se negó a darle la mano tras ganar una de sus cuatro medallas doradas por ser negro, pero el propio Owens siempre negó la versión, y llegó a afirmar que fue mucho más “digno” que el presidente de los Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt, que no le envió ni un saludo telefónico tras su gesta. E incluso, cuando Goebbels pidió que Owens no apareciera demasiado en “Olympia”, habría sido Hitler quien detuvo la orden de censura y dio vía libre a Leni. Owens pondría en escena las tensiones y diferencias raciales en Estados Unidos en los años subsecuentes.
Brundage, en tanto, se ganó por su rol clave en la realización de los Juegos, un lugar en el Comité Olímpico que presidiría desde 1952. En uno de sus discursos tras los Juegos de Berlín, afirmó que el movimiento olímpico “debería ser una toxina que neutralice las infecciones de guerras futuras. No es natural que los humanos deseen pelear con aquellos que conocen como amigos, con aquellos con los que han sido buenos rivales en el campo del honor”. Sus palabras, claro, se revelarían vacías de peso, superficiales y artificiales, cuando tres años más tarde el mundo se sumergió en la Segunda Guerra Mundial, en respuesta a la ofensiva de la Alemania imperialista.

BIBLIOGRAFÍA
Boykoff, Jules (2016). Juegos de Poder. Historia política de los Juegos Olímpicos, Ed. Verso Books.
Corriente, Federico y Montero, Jorge (2011). Citius, altius, fortius: el libro negro del deporte, Ed. Pepitas de Calabaza.
PARA VER
“Carrozas de fuego”, indispensable filme deportivo sobre dos corredores de distinta clase social, Harold Abrahams (Ben Cross) y Eric Liddell (Ian Charleson), que se entrenan con un mismo objetivo: competir en los Juegos Olímpicos de París 1924. Encuentran el link en Facebook.
“Olympia”, película de Leni Riefenstahl sobre los Juegos del 36, propaganda nazi y a la vez considerados una revolución
Parte 1: https://www.youtube.com/watch?v=WM6lC8BqcYE
Parte 2: https://www.youtube.com/watch?v=lMho4H3GB7o
Extra: Análisis de la estética fascista: https://www.youtube.com/watch?v=YK4gPZZFj-k
“Race”, cinta biográfica sobre la vida de Jesse Owens. Es algo floja, pero bueno. Disponible en Netflix.
FAQs
¿Cuáles son los 4 tipos diferentes de Juegos Olímpicos? ›
Juegos Olímpicos - Verano, Juegos Olímpicos de Invierno, YOG y Paralímpicos .
¿Cuántos deportes diferentes hay en los Juegos Olímpicos? ›Preguntas frecuentes. ¿Cuántos deportes hay en total en los Juegos Olímpicos? Un total de 40 deportes están en los Juegos Olímpicos, incluidos 32 en los próximos Juegos Olímpicos de Verano de París 2024 y ocho en Milán Cortina 2026, los próximos Juegos Olímpicos de Invierno. ¿Cuántos deportes hay en los Juegos Olímpicos de Verano?
¿Cuáles son los deportes que participan en las Olimpiadas? ›Velocidad: atletismo, ciclismo, natación, piragüismo, remo, triatlón, vela. Pelota: bádminton, baloncesto, balonmano, fútbol, golf, hockey sobre hierba, rugby, tenis, tenis de mesa, voleibol, waterpolo. Habilidad: equitación, natación sincronizada, pentatlón moderno, salto, tiro con arco, tiro deportivo.
¿Cuáles eran los deportes de los Juegos Olímpicos antiguos? ›El programa de los juegos incluía: carreras pedestres, saltos, lanzamiento de la jabalina, lucha, esgrima, carreras de caballos, bailes y una gran fiesta. Posteriormente se le añadieron caza y ajedrez, para atraer a más personas. El premio para el ganador de las carreras era un collar de plata.